El Tío

Ramón esta mal. La pega ha estado escasa y con su señora no digamos que ha estado muy bien. Todavía esta pagando el auto que se compró hace un par de años que es la fuente de su trabajo. El acarrea gente de un lugar a otro, pero no es taxista ni micrero. Sus pasajeros lo llaman Tío y tiene horario establecido. Ramón se levanta cada día temprano en la mañana a ayudar a su esposa en la tareas domésticas y en terminar aquel techo para la terraza que tenía prometido hace su buen tiempo. A pesar de tener un rostro alegre, lleva dentro una amargura muy grande. A Ramón no le gustan los perfumes, pero no le molesta en otros. Se abrocha los zapatos con fuerza y siempre abre la reja de entrada con desdén. Se sube a su liebre amarilla y conduce hacia su objetivo. Como todos los días, llega puntualmente al colegio. Lanza el cigarrillo por la ventana y baja de su vehículo. De a poco empiezan a aparecer los padres y el bullicio comienza a ser mayor. A Ramón eso no le molesta en absoluto. Se abre paso entre la gente y su cuerpo se comienza a erizar. Para él es como una droga y cada vez le esta afectando más, lentamente pasa entre los padres como un fantasma para colocarse en la entrada principal. Un estado catatónico afecta a su persona en el momento en que el sistemático timbre lanza sus alaridos. El ruido de los niños entra por su cuerpo y lo recorre de pies a cabeza. Su respiración se hace mas intensa y los olores mas puros. Su destruida alma comienza de a poco a despertar, los niños corren a su lado, y cada vez más, su cuerpo se va llenando de esa fuerza, esa ingenuidad, la que respira más fuerte expandiendo sus fosas nasales al límite. Ellos no se dan cuenta del hurto del cual están siendo afectados. Ramón desconociendo lo que sucede a su alrededor, cada vez se empeña más en su tarea, en usurpar algo que no es suyo, en reconstruir algo imposible de volver a rearmar. Lentamente y con los ojos cerrados, respira y atrae, un pedazo de eso que le falta, de esa energía, de esa esencia. Un succionador de almas.